segunda-feira, 3 de dezembro de 2012

Bruja

Creo que ayer vi una bruja en el bosque. Ayer era la mañana del domingo. El bosque estuvo lleno de una luz dorada y húmeda hasta que decidí volver del paseo. La luz era dorada porque es otoño y el otoño es esta ganga de amarillo en todas las cosas. Hay árboles que se resisten. Aprietan bien sus hojas y se mantienen verdes hasta muy avanzado el invierno. Parece que se ensucian porque el color se apaga y se torna grisáceo antes de sucumbir. Pero sucumben.
Lo que importa no es el otoño. Lo que importa es que ayer vi una bruja en el bosque. Ella recogía castañas y también hojas secas. Miraba hacia el suelo con un interés que la absorbía, un poco por la colecta y un poco porque su espalda estaba encorvada por los años y la humedad de tantos riachuelos y le era imposible permanecer erguida. Estaba de espaldas y, aunque era pequeñita, tenía unas largas piernas con pantalones de pana. Vi claramente cómo buscaba en el suelo entre las hojas. Al pasar a su altura, la miré sonriendo, hace mucho tiempo que no tengo miedo de las brujas, y la saludé. Ella me devolvió el saludo y se quedó con la sonrisa. Dejó de hurgar en la tierra y se puso a caminar unos pasos detrás de mí. Su tronco, ya lo he dicho, no se enderezaba. El cabello blanco, ondulado sobre los hombros, estaba bien peinado: era domingo. Vestía un anorak con los mismos colores de los árboles y se apoyaba en una vara gruesa y retorcida sobre la que parecía impulsarse. Más que pasos, avanzaba dando pequeños saltos, brincos con las rodillas casi flexionadas.
Vino detrás de mí un buen trecho del camino. Escuchaba sus pasos en la humedad de la tierra. Cuando salimos a la carretera que lleva a la torre pareció vacilar, pero cruzó sin levantar la vista. Esperé un momento por ella porque era muy frágil en medio del asfalto. Nos adentramos al mismo tiempo en el parque de la torre. Yo por el camino de grava, ella por los senderos embarrados. Se quedó allí, cerca de los columpios, buscando de nuevo entre las hojarasca. Antes de continuar y emprender el regreso, me volví a mirarla. En su mano izquierda sostenía un ramillete de flores malvas y amarillas.

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