terça-feira, 26 de fevereiro de 2013

Arañas y sabiduría.

El silencio tenía ya una densidad nocturna cuando NIcolás comenzó a gritar de aquella manera horrorizada. Lo creíamos dormido, pero saltó de la cama sin controlar sus movimientos y sus alaridos y explicando malamente su terror. Al parecer se estaba durmiendo cuando sintió algo en la cama y, al abrir los ojos, se econtró con una araña monstruosa en el almohadón. Intentamos calmarlo aplicándole nuestras palabras más sosegadas, pero todo parecía inútil. Poseído por el pánico se despojó del pijama en el pasillo mientras se sacudía el pelo y la espalda repitiendo una y otra vez: mira a ver si la tengo, mira a ver si la tengo!
No la tenía. Fui a buscar en la cama con la alegre previsión de encontrarme un bicho de campo de tantos como pululan por el mundo en la rompiente primavera. Moví la almohada, nada. Moví la sábana, nada. Estiré el edredón y sí, alli estaba, peluda, corpulenta, de abdomen carnoso y patas musculosas, una araña perfecta para resquebrajar el sueño. Baste decir que de habérmela encontrado yo misma, todavía hoy no sería capaz de dormir en el lugar de los autos.
Omitiré la manera, penosa, en que conseguimos hacer frente al animal. La matamos. Nico durmió con mamá y todavía, hace ya más de una semana, hablamos de ella y sacudimos las ropas antes de dormir. Lo que realmente importa es la moraleja, la sabiduría que el pequeño Nicolás extrajo de su pánico. Nicolás, que todavía no ha cumplido los 8 años, filosofaba ayer:
-Estoy pensando algo que me parece que es muy bonito, mamá. Estoy pensando... que a veces de un momento que es muy pequeño, hacemos algo muy grande. Como el día de la araña, mamá.. que fue un momentito.. y...
Y yo lo comprendo, pero no comprendo cómo ha hecho él para destilar esa gota impecable de saber.

Otro ratito

A veces empieza siendo como un hastío de una misma. Luego es simplemente dejadez. Desleixo. Holgazanería, que diría ella. Deshacerse un poquito en la corriente o dejar de ser. El placer de no existir. En cualquier caso, una incapacidad inquebrantable para disciplinarse y volver a cavar en la veta de donde sale el diminuto brillo. Dejarlo oxidar.
Un día suena una música en la espera de una llamada, o alguien tararea al pasar bajo la ventana y, de pronto, sin trámite ni aviso, los dedos recuerdan el camino y vuelven.
Otro ratito.